Un día, alguien me invitó a entrar en un gallinero. No era un galllinero cualquiera, era un corral en el que por lo menos 1000 bichos con plumas se paseaban con ese aire decrépito y siniestro que sólo poseen las aves de más de 500 gramos.
Apenas había amanecido, con lo que el corral estaba prácticamente en la penumbra. Atravesamos un estrecho pasillo cubierto por un palmo de barro que nos dejó los pies prácticamente enterrados en el suelo. Había empezado la excursión al submundo de lo grotesco.
La poca luz que entraba apenas permitía vislumbrar a aquel pelotón desordenado de criaturas de granja que, de repente, me resultaba insultante. Aquel conjunto gregario de bocas picudas se movía de un lado a otro por el espacio, acorralándome inconscientemente, en un cerco de plumas, piojos y huevos.
Empecé a notar como los músculos de mi cara se iban contrayendo y me dibujaban un gesto agónico producto del miedo más primitivo que he experimentado jamás.
A mi alrededor, aquellos cuerpos hacían piña para formar la repugnancia absoluta de la forma. Sentía como esas cabezas gallináceas asentían sin parar al ritmo de cada paso que daban sus patas prehistóricas.
Mientras tanto, notaba como dentro de mí, mi asco y mi miedo luchaban por desterrarse el uno al otro.
El cacareo desacompasado de aquellos ogros galliformes junto con el olor agrio a pienso pútrido se unía para formar un binomio insoportable que atentaba contra mi integridad y disparaba mi instinto de supervivencia . Por un instante, sentí una necesidad imperiosa de inmolar al único gallo del corral que se paseaba a sus anchas con la cresta bien alzada. Mi subidón etílico de asco, miedo y rabia quería provocar una masacre de picadillo de carne, huesos y plumas. Pero no hice nada.
Seguí dentro del gallinero durante un rato más, petrificada por la fuerza del conjunto menos poético que había observado a lo largo de mi vida y tratando de entender porqué había sentido aquel ansia de aniquilar .Juro que aquella masa gregaria de apéndices carnosos y estómagos herbívoros desató en mi un repelús que ni todos los ascos del mundo servidos en un mismo plato lo hubieran conseguido.
Salí del gallinero y el horror fue aminorando. Desde entonces, no he vuelto a llamar a nadie cobarde, no sea que por algún poder mágico de mis palabras se convierta en gallina.
Apenas había amanecido, con lo que el corral estaba prácticamente en la penumbra. Atravesamos un estrecho pasillo cubierto por un palmo de barro que nos dejó los pies prácticamente enterrados en el suelo. Había empezado la excursión al submundo de lo grotesco.
La poca luz que entraba apenas permitía vislumbrar a aquel pelotón desordenado de criaturas de granja que, de repente, me resultaba insultante. Aquel conjunto gregario de bocas picudas se movía de un lado a otro por el espacio, acorralándome inconscientemente, en un cerco de plumas, piojos y huevos.
Empecé a notar como los músculos de mi cara se iban contrayendo y me dibujaban un gesto agónico producto del miedo más primitivo que he experimentado jamás.
A mi alrededor, aquellos cuerpos hacían piña para formar la repugnancia absoluta de la forma. Sentía como esas cabezas gallináceas asentían sin parar al ritmo de cada paso que daban sus patas prehistóricas.
Mientras tanto, notaba como dentro de mí, mi asco y mi miedo luchaban por desterrarse el uno al otro.
El cacareo desacompasado de aquellos ogros galliformes junto con el olor agrio a pienso pútrido se unía para formar un binomio insoportable que atentaba contra mi integridad y disparaba mi instinto de supervivencia . Por un instante, sentí una necesidad imperiosa de inmolar al único gallo del corral que se paseaba a sus anchas con la cresta bien alzada. Mi subidón etílico de asco, miedo y rabia quería provocar una masacre de picadillo de carne, huesos y plumas. Pero no hice nada.
Seguí dentro del gallinero durante un rato más, petrificada por la fuerza del conjunto menos poético que había observado a lo largo de mi vida y tratando de entender porqué había sentido aquel ansia de aniquilar .Juro que aquella masa gregaria de apéndices carnosos y estómagos herbívoros desató en mi un repelús que ni todos los ascos del mundo servidos en un mismo plato lo hubieran conseguido.
Salí del gallinero y el horror fue aminorando. Desde entonces, no he vuelto a llamar a nadie cobarde, no sea que por algún poder mágico de mis palabras se convierta en gallina.
2 comentarios:
TRE-MEN-DO, Vargas...
este es diferente. menos evidente, más subterráneo. moola. :)
Publicar un comentario