foto: tumblr
Os
digo que el verano agoniza así como se mueren todas las cosas buenas de la
vida; despacio y restregándote por la cara los minutos agradables que pasaste a
su lado. Él se encarga de hacer balance, hundiendo su sofocante suela en tu
cuello para cortarte la respiración, de todo lo que también pudo ser y no fue.
Con
el corazón astillado por mil hazañas ves que las hojas ya han empezado a caer,
y las horas de sol se van a tomar por el culo, junto con tus tejanos cortos y
deshilachados directos al fondo del armario de los ácaros.
En
estas condiciones uno no puede sino que temerle y empezar el otoño con lágrimas
en los ojos, un nudo en el estómago, el pie izquierdo, de mal humor y agitando un pañuelo blanco en la playa mirando al infinito con cara de gilipollas. El “Síndrome
del Verano Idílico”, así le llamo yo. Porque, aunque los recuerdos son mejores
que la realidad, sólo por ser evocaciones, siempre están ahí para que no se te
olviden.
El
otoño me contrasta y me mata, y aquí/así se lo hice saber personalmente hace
aproximadamente un año, pero por lo visto sigue sin darme tregua. Su sentencia
del paso del tiempo es implacable.
Lo
peor es que realmente ni siquiera me gusta el verano. Soy una enferma crónica de la
nostalgia, supongo. Y una triste. Y de eso no tienen culpa las estaciones,
aunque “otoño” tiene muy mala fama y peor rima.
Pero
insisto, la edad debería medirse en otoños superados, no en años, y mucho menos
en primaveras…
No hay comentarios:
Publicar un comentario